Por la venganza atroz de hermano impío,
con los rubios cabellos desgreñados
y el cuerpo exangüe, destrozado y frío,
en tierra yace Abel. Tiene clavados
en la bóveda azul del ancho cielo
los sus serenos ojos apagados.
Opero el corazón de amargo duelo
Eva su rostro con el llanto baña,
hincadas las rodillas en el suelo.
Suspiros dolorosos acompaña,
mezclados con tristísimos gemidos,
al lloro ardiente que su vista empaña.
Los labios, de aflicción descoloridos,
sella afanosa en los de su hijo yerto
buscando de su pecho los latidos.
Y lo que mira no creyendo cierto,
le remueve espantada y temblorosa,
convenciéndose al fin de que está muerto.
Entonces conociendo su espantosa,
horrenda situación, desesperada
hiere su tierno pecho y faz hermosa;
los cabellos se arranca desolada,
revolviendo los ojos por doquiera
y en Abel fija luego la mirada.
Eva feliz, a quien la suerte fiera
condenó a presenciar en este mundo
el fin del hombre por la vez primera
¡cuál tu dolor sería, cuán profundo
al mirar en este hombre tu hijo amado
y muerto por su hermano furibundo!
Por su hermano feroz, Caín malvado,
que en su corrupto, detestable seno
abriga un corazón envenenado.
Empero ya el Señor con voz de trueno
Serás maldito –le gritó– y errante
te verá el orbe, y de fatigas lleno.
Sangriento siempre, siempre palpitante,
el vengador cadáver de tu hermano
eternamente mirarás delante;
manchada irá la fratricida mano
con su inocente sangre, y afanoso
te esforzarás para borrarla en vano.
Huyó Caín. Su corazón rabioso,
de emponzoñadas sierpes combatido,
jamás encontrará dulce reposo.
En tanto, oh madre, ante tu bien perdido
lamentas tu fatal horrenda suerte,
y tú la causa de tu mal has sido.
¿Por quién fue el hombre condenado a muerte?
¿Quién irritó la cólera divina
que fulminó de Dios el brazo fuerte?
Tú del hombre causaste la ruina,
como el empuje de huracán bravío
hace caer la colosal encina.
De su hijo contemplando el cuerpo frío
Eva inmóvil, helada de pavura,
yace agobiada del pesar impío,
así cual hombre que en la noche oscura
mira elevarse espectro silencioso
de negro bosque en la hórrida espesura.
Al fin desplega el labio tembloroso
y con sus voces atronando el viento
habla así con acento doloroso:
Maldito aquel fatal, crudo momento
en que miré del sol la clara lumbre
y de los aires respiré el aliento.
De los montes ¿por qué la altiva cumbre
no se desploma aniquilándome ora
y termina mi horrenda pesadumbre?
¿Por qué el Eterno desde allá do mora,
densa tiniebla y llamas derramando,
no confunde la noche con la aurora?
¿Por qué no el suelo se abre rebramando,
y árboles, cerros y volcanes hunde
con horror espantoso retemblando?
¿Por qué no el trueno aterrador difunde
remordimientos bárbaros en tu alma,
Caín, y espanto por doquier te infunde?
Nunca tu corazón halle la calma,
y en el desierto amargo de la vida
jamás percibas deliciosa palma.
¡Oh Abel, oh prenda por mi mal perdida,
tu pura sangre a Dios pide venganza
contra el feroz impío fratricida!
Y yo en tanto ¡infeliz! sin esperanza
de recobrarte, mísera perezco
al castigo cruel que Dios me lanza.
Pero soy la culpable, y bien merezco
el horrible tormento fatigoso
que en este instante sin cesar padezco.
Dice, y el rostro pálido y lloroso
con las manos se cubre avergonzada,
yerta con el dolor duro y penoso.
Y luego sobre Abel, enagenada
se arrojó llena de mortal quebranto,
e inmóvil, del cadáver abrazada,
la cubre de la noche el negro manto.