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EL DRAGÓN

A Jonathan Harker.

Puedo ver las extensas hileras de montañas,
que son las arrugas de esta anciana tierra,
un inmemorial recordatorio de aciagas batallas,
cunas de reyes y, de enemigos, impenetrables barreras.
 
Están bañadas de gran variedad de soles:
cárdenos, ambarinos y profundos escarlatas.
Preñadas de muchas criaturas: bisontes, linces
y caballos montaraces en libertada cabalgata.
 
El camino se escurre por entre abismos escarpados,
estrechísimos pasos por donde saltan raudos los equinos,
rechinan y retacan las maltrechas maderas de este viejo carro
y el cochero parece afanado por lóbregos y raros hechizos.
 
La oscuridad rodea todo en cuanto veo.
Me acompaña el sinfónico canto de los lobos.
Fuegos fatuos rebotan en agrestes mausoleos
y alumbran nítidos los ojos de los zorros.
 
Y en el fondo, un enorme castillo de altas
y oscuras torres. Demonios en sobrevuelo
circundan este horrible sitio donde hace falta
la mano de Dios para nuestro consuelo.
 
Entonces veo al maligno espíritu de todos los tiempos.
El hacedor de los grandísimos bosques sangrientos
donde el trinar de las aves es un desgarrado lamento
y las flores y los troncos son cientos de cabezas y cuerpos.
 
Príncipe de ángeles y demonios.
El primero de los serafines,
que por su profundo odio,
cayó, de la tierra, a sus confines.
 
Y en su primera vida hizo aquí su nido
para defender, por las montañas escondido,
el credo de Dios contra aquellos brutales infieles
que le encerraron en el suplicio de sus cuarteles.
 
Y al ver que su amada se precipitaba
para fenecer en las aguas argentas,
blasfemó y profanó su posada
y derramó la atroz masacre cruenta.
 
Yo, desgraciado, por fin le veo.
¡Le veo, al monstruo dominador
de repugnantes esclavos del deseo
que maneja su antojo, timador!
 
Veo al monstruo, al dragón,
de la dulce sangre bebedor,
de estas tierras conquistador,
el noble, el Conde, el Barón.
 
Su tez, blanca inmaculada.
Su alma hueca, desgarrada.
Sus colmillos, largos sables.
Su hálito, hedor desagradable.
 
Su rostro a la vez joven y viejo.
Sus labios, flacos, secos, añejos.
Su armadura, roja, de la Orden.
Su cuerpo, al tiempo rompe.
 
Cubierto está él de una capa negra
y unos luceros carmesí en su faz
que horadan las almas de cualquiera
en busca de los tormentos del espíritu.
 
Su voz seseante me aterra
y su sonrisa se dibuja mordaz.
Un terror silencioso me hiela
y de mi cuerpo huye el ímpetu.
 
¡Pero nos ensalzamos en feroz combate!
Y... soy presa huidiza de insaciable fiera...
Mi cuerpo no resiste el tenaz embate
y se tiende rendido sobre la fría tierra.
 
El dragón se gusta en la desgracia ajena.
Contempla la obra de su poco esfuerzo.
¡Hay río en mis ojos de incontenible pena!
¡Atrapa mi cuerpo y del dolor me retuerzo!
 
De sus labios se desprende un nombre centenario,
perdido en la memoria de olvidados pueblos lejanos.
Carga un pasado tieso, ensangrentado y legendario,
linaje de nobles poderosos, antiguos reyes esteparios.
 
«Deje algo de la alegría que
trae consigo», dice el Enemigo,
cual paráfrasis dantesca de la
leyenda de la puerta del infierno.
 
Y por fuerza pacto con el maligno.
Y el tiempo flota extraño, detenido.
Aquí hay más de cien años congelados,
montones de actos y planes abyectos.
 
¡Quién diría que terminaría de esclavo,
hundido en las sombras del averno!
Siendo postre de una tríada de arpías...
esposas del demonio más perverso.
 
Y pendo ahora sobre un incierto hado,
en medio de brujas y lobos mancebos.
Me arrancan la vida, la sangre de mis días,
pero no me muero. ¡Terrible portento!

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