Un Ángel en Mis Brazos
El Señor me susurró con su voz de paz profunda:
“Te confío un alma pura,
una luz que al mundo brilla.
¿Serás su faro en la tierra,
aunque el tiempo sea una estrella?
Podrá ser un breve instante,
un suspiro, diez auroras,
treinta inviernos... o más vida.
Mas su esencia, prenda divina,
no es raíz que aquí se ancle:
vuela alto, como semilla.
Enséñale a ver el rocío
en las hojas al amanecer,
a nombrar las constelaciones
y a abrazar sin temer.
Si la duda nubla su paso,
recuérdale que el amor es abrazo.
Él traerá canciones nuevas,
correrá tras mariposas,
pintará el cielo con tiza
y en tu pecho hallará calma.
Su risa, dulce como trigo,
será bálsamo en el frío.
No te prometo que sea eterno,
solo un viaje compartido.
El día que reclame su vuelo
—no cuestiones mi designio—,
no habrá muerte en su partida,
solo un cambio de guarida.
Quedarán sus pasos livianos
en los surcos del camino,
las preguntas sin respuestas,
el pan recién horneado,
su mancha de tinta en el libro,
y su silla meciéndose tranquila.
Cuando la ausencia te visite
—no con látigo, sino con niebla—,
buscarlo en el trigal maduro,
en el arrullo de la lluvia,
en el primer diente perdido,
en el jersey que tejiste con hilo.
Y al sentir que el nudo en la garganta
quiere gritar contra mi mano,
mira al almendro en diciembre:
sus ramas secas guardan flores.
Así tu corazón, aunque partido,
sabrá que el amor no tiene olvido.
Entonces, con las manos abiertas
—no como puño, sino como ofrenda—,
murmurarás con voz serena:
“Gracias por el pan compartido,
por las huellas en mi arena...
*Hágase, Señor, tu voluntad eterna*.
—Luis Barreda/LAB