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Salida del laberinto.

 Yo soy Minotauro. Y el Minotauro no es hombre. El Minotauro habita el laberinto de la desolación de su alma, y solo, recorre los innumerables pasillos que llevan a los rincones de su perdición.
Consciente de si ¡Oh infeliz bestia! ¡Oh ridículo mounstruo de blando corazón! huye interminablemente de su cruel verdad. Pero al observar su bovino rostro  en unos crueles ojos aterrorizados se arroja de bruces a su inevitable destino: ¡Él no ha de amar nunca! Ahora que lo acepta cada muralla impenetrable que bordea el lúgubre  espacio de su existencia, se torna dulce, y abraza la roca como quien fuera un eterno amante.
Él, es el vivo sacrificio de el mounstruo para la gloria del hombre, y en sus cuernos ha de cargar el peso de el verdugo para derramar la sangre con que el hombre escribirá su santo heroísmo.
¡Y que majestuosidad toma su semblante! ¡Y de que ferocidad  y viveza se  ensancha ahora su pecho!  al abandonar completamente, al fin, ese ingenuo anhelo, esa vana ilusión que habita los más oscuro de su alma y que lo embrutece, que lo envilece  y lo convierte en un animal no menos miserable que el albatros.
El no ha nacido para besar los rosáceos labios de Ariadne. ¡No! A él se le ha guardado un destino más noble aún. El Minotauro nació para besar los fríos labios de la espada de Teseo y entregarse a la negra muerte.

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