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El mito del pastor y la diosa

Dulce Venus, labios de ambrosía,
Paris certifica tu belleza sin par,
mas si es del amor la melodía,
¿sabes danzar al ritmo del amar?
(G. M. Steiner)

Era una tarde cualquiera donde la tristeza de Demeter empezaba a notarse en la tierra, los lamentos del aire eran fríos y arrancaban las hojas de los árboles, formando un crujiente tapete donde pastaban los ganados. Él estaba por guardar a su última oveja mientras se ponía el sol. Tomó un baño y comió su última porción del día, luego cuando la fría manta de la noche envolvió la atmósfera, se sentó a las afueras de su casa y, como de costumbre, miró hacia el cielo para contemplar la belleza de la luna. La amaba por su presencia imponente y agradable. Le parecía que su forma y naturaleza eran de una singular feminidad, no quemaba la vista como el sol a medio día, sino que abrazaba y besaba las lágrimas de los desdichados sin sueño, siempre indulgente; al menos a él le parecía que todo era mejor cuando ella existía. Mientras la noche envejecía, ese hombre se quedó dormido sin darse cuenta.
Justo cuando la luna estaba en su punto máximo, Ella, la mismísima diosa lunar, miró hacia dónde estaba aquel hombre que tanto la seguía. Decidió bajar a visitarlo. Era bien sabido que la diosa conocía de su existencia, pues siempre estuvo intrigada en aquel valiente que, aunque lloviera o quemara el frío, le regalaba un momento de su contado tiempo para admirarla con fervor. Se dice que la belleza de ese hombre podía competir con la de Narciso; hacía tiempo que también guardaba una fascinación inconfesable por él, y aunque compartían un sentimiento mutuo, tenía la suerte de ser desconocido para ambos.
Cuando lo encontró, él dormía sobre la hierba fresca, estaba boca arriba, con un brazo extendido sobre su pierna, y el otro protegía sus ojos de la luz blanca que lo cubría. Su túnica entreabierta dejaba ver el valle entre su pecho, y los relieves que formaban su clavícula y su cuello, su barba, como un bosque de carbón, escondía entre sus árboles la carnosa flor de su boca. La diosa decidió acercarse delicadamente para apreciarlo mejor. El hombre despertó cuando sintió un tacto frío sobre su rostro, giró la cabeza y ahí estaba, etérea, la melena negra como la noche, sus ojos de aurora boreal, y una sonrisa colmada de fría calidez como la misma luna. Como aturdido, no entendía quién era, no pudo pronunciar palabra alguna, y ella le acariciaba la oreja: "No tengas miedo — le dijo — Todas las noches te noto hasta que te quedas dormido, y hoy quería conocerte. Sé que es la primera vez que nos vemos, pero desde hace años sé de ti y me encanta cómo me miras."
Le costó un poco entenderlo del todo, pero cayó en cuenta que estaba ante la mirada de la que todo mira y nunca duerme: "¿Diosa? — preguntó sonriente — ¿De verdad eres tú?"
Ella sonrió y afirmó que lo era, y mientras se acercaban entre sí, él no pudo evitar confesarle, a cada paso, que la amó todo este tiempo, pero nunca creyó que ella fuera a saber siquiera que existía. Justo cuando sus cuerpos se aferraban el uno al otro en un abrazo, la diosa le miró los ojos, la nariz, la boca y sonrió; y tan inesperado como la primer lluvia del invierno, el pastor se dejó caer a cuentagotas, y pronto se ahogaron sus dudas cuando ella decidió caer en aguacero.
Afrodita los miraba desde lejos y los bendijo con su sonrisa. Los besos comenzaron a cerrarles los ojos. En su penumbra se sentía el peso de la luna sobre las olas del mar, y por un momento él se convirtió en una tratando de alcanzarla en sus alturas. Ahí comenzó la supernova entre sus cuerpos. Sentían cómo las estrellas les llovían entre los labios, los asteroides caían sobre sus torsos y formaban cráteres que se agrupaban en el ombligo y en el campo abierto entre sus piernas. Poco a poco se convertían en un eclipse de dos astros atraídos por la fuerza del destino. Él la recorría suavemente como un artesano dándole forma a la arcilla, ella lo besaba y más se volvía barro entre sus manos, luego iban marcando un camino con sus besos por lugares desconocidos, y no tuvieron miedo de perderse. El hombre reptaba por su ombligo saboreando su lluvia salada, hasta que se sumergió en el mar de su entrepierna y nadó con su lengua guiado por su canto de sirena. De un momento a otro ya eran uno, él una marea con el pendular de su cadera, y ella, cual dulcamara, lo abrazaba con todas sus manos para que no se fuera. Aquello parecía una lucha, la diosa se defendía y cabalgaba encima de él hacia el infinito, luego el pastor le respiraba cerca de la oreja cuando entraba hasta el fondo de su templo, y así cambiaba de manos el timón, yendo de un lado a otro sin que mucho importara hacia donde fuera. Toda la noche se amaron, ardiendo en una hoguera, derritiéndose y mezclando sus metales al rojo vivo, hasta que terminó todo cuando la fusión fue tal que la diosa sintió que moría, y él se sintió eterno por un momento.
Ambos dormían juntos y pasaron las horas, a tal punto que casi sin darse cuenta estaba por amanecer. Ella tenía que seguir volando para llevarse su luz al otro lado del mundo, pero él le rogaba en cada beso que se quedara un momento más. Sabía que no podía y decidió marcharse para no alterar el orden natural de las cosas. Antes de irse se dieron un último abrazo con la incertidumbre de no volver a verse, pero le prometió que volvería pronto. Y la vio alejarse con sus pies inquietos mientras el alba le pisaba los talones.
Hay vínculos tan fuertes y especiales que unen a dos seres de una forma sin precedentes, de esos que su coincidencia y afectuosa naturalidad hacen dudar de que sean realidad. Como si la disparidad de la suerte y el caprichoso destino hicieran tregua para que aquellos debidos amantes se encuentren en el momento preciso. En cuanto se marchó supo que su naciente amor era de ese tipo. Nunca antes había sentido el anhelo de no dejar pasar una oportunidad, pero el fuego de su pecho se estremecía cuando recordó que aquel hombre podía dejar de existir mañana, por lo que acudió a Zeus y le pidió que le otorgara la vida eterna para disfrutar de su amor sin limitaciones. El rey de los dioses aceptó, pero no de la forma en la que ella quería, dijo que lo haría inmortal solamente con un sueño eterno, siempre y cuando aquel hombre estuviera de acuerdo.
Así pues, esa misma noche bajó a visitar a su amado antes de que cayera dormido. Fue inusual encontrarla tan temprano, por lo que intuyó que algo extraño pasaba. Sentados sobre el campo, ella le explicaba lo sucedido, mientras él sonreía mirando el ojo entreabierto del cielo. El pastor, aunque feliz y emocionado por esa oportunidad única, tenía miedo. Muchas preguntas le llegaron a la mente como estrellas tiritando: "la inmortalidad, ¿qué se sentirá? ¿será que ya nunca despertaré? ¿cómo sabré que estarás conmigo? ¿podré verte entre mis sueños? ¿y si te cansas de visitarme? ¿podré seguir mirándote en el cielo?" Entonces, le rogó paciencia para tomar su decisión, y así pasaron unos meses; hasta que una noche a finales de diciembre, recibió a la diosa con una sonrisa y una noticia que se le desbordaba de la boca. Le contó que, después de pensarlo mucho, aceptaría el viaje que le propuso, pero con la condición de que antes pudiera hacerle una petición a Zeus, y aunque ella desconocía lo que iba a pedir, aceptó.
Esa misma noche lo llevó ante él. La entrada al Olimpo se iluminaba con un camino de luciérnagas que acompañaban a los visitantes, y se ambientaba con el concierto de las cigarras, que salían de la tierra y cantaban al unísono, como si supieran lo que estaba a punto de suceder. Se presentó ante Zeus, quien ya lo esperaba con una copa de ambrosía en compañía de Hipnos. "Acepto ser inmortal en un sueño eterno — dijo él — pero al menos deja que tenga los ojos abiertos para adorar a tu hija por siempre." El dios del trueno sonrió y sin pensarlo mucho accedió sin objetar. El pastor se acercó a la diosa, la miró a los ojos por última vez en su mortal vigilia y la besó esperando que el recuerdo de su rostro nunca desapareciera. Bebió la copa de un solo trago, y cuando el dios del sueño le tocó el hombro, aquel pastor, ya inmortal, con una mirada perdida en la nevada mancha del cielo, cayó dormido ante los brazos de la diosa.
Ella agradeció a sus semejantes, y antes de que pudiera emprender su vuelo de regreso, Zeus la detuvo: "Llévalo al monte Latmo, ahí encontrarás un pequeño templo que les regalo. Tus hermanos Helios y Eos terminarán su recorrido más temprano mañana, para que así puedas pasar un poco más de tiempo con tu amado en la noche."
Mientras volaban, él la miraba sonriente mientras se acurrucaba en su pecho caliente, y a penas se le entendía cuando decía entre dientes "ya tengo lo que necesito". Cuando llegaron, ahí estaba el templo que su padre había prometido. Hacía gala de una serie de claraboyas por donde se le podía ver al satélite en todas sus fases, y pronto se encontraba aquel eterno soñador descansando entre las sábanas de sus aposentos. Ahí fue donde bajo la luz de una luna llena se amaron por primera vez con la eternidad entre los labios.
La diosa lo miraba con detenimiento mientras le acariciaba el cabello, como buscando respuesta a la inefable fascinación que sentía por él. Cuando le estaba dando pequeños besos en la mejilla, escuchó el rojo canto del amanecer anunciando al sol, por lo que no tuvo más opción que despedirse de su amado muy pronto, sin embargo, prometió quedarse un momento más la próxima vez. Y así fue.
Eventualmente Zeus le concedió que sus hermanos hicieran su recorrido más temprano en el invierno, pero a cambio de que ella hiciera lo mismo durante el verano; y de esta forma se instaura el fenómeno de los solsticios, y a mitad del invierno el sol se esconde más temprano para que la diosa pueda amar a su pastor por más tiempo, haciendo homenaje a esa noche en la que su amor venció la barrera de lo efímero.

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