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Metafísica de tu huracán

"Al ver a Laura sentí eso. No elegí: amé. Llovió encima de mí."
- Juan Villoro, Conferencia sobre la lluvia.

Aún recuerdo la primera vez que te vi. Fue una tarde durante una clase que disfruté mucho. Participaste por primera vez y yo no pude evitar voltear a verte buscando a la autora de palabras tan elocuentes e inteligentes. Ahí experimenté de forma inédita un viento tuyo que convergió conmigo y me hizo testigo de tu lejano fenómeno. Pasaron los meses y los años, seguíamos compartiendo espacios donde la eventualidad de tus vientos se convirtió en una agradable perturbación tropical en los mares aún lejanos de mis pequeñas costas. Recuerdo que por allá del 2017-2018 tuve la oportunidad de ser abrazado por tus ráfagas más de cerca, pues compartimos un espacio docente donde en secreto te admiraba (lo cual no es nada difícil), y poco a poco esas rachas ocasionales de vientos tuyos se convirtieron en una corriente sostenida de mayor velocidad que veía acercarse cada vez que pasabas delante de mí: tu depresión tropical ya acechaba las proximidades de mis tierras. Lo cierto es que nunca convivimos mucho durante el tiempo de la escuela, pero en los próximos años esos vientos, que iban y venían de ventolinas amigables a inesperados vendavales que me estremecían, seguían vigentes, y lo comprobaba cuando te veía pasar a lo lejos o cuando tenía la suerte de que me saludaras o me regalaras una sonrisa. Eras un revulsivo para mis mares en calma sin que te dieras cuenta. Así pasó el tiempo, conteniendo los embates para que las aguas no se desbordaran y no supieras lo que pasaba dentro de mí cuando te evocaba o tenía la suerte de verte por ahí.

Un día del invierno del 2020 te vi por primera vez después de mucho tiempo. Recuerdo que cuando me di cuenta de tu presencia, tu aire de temporal me envolvió en un vértigo que me hizo desistir de acercarme a ti. Así fue que me marché con las piernas aún temblorosas de aquella sensación inefable de tenerte tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, sin embargo, no contaba con que el último retazo de tu brisa llegaría en forma de mensaje de texto. Reconozco que cuando llegó, mis costas fueron alcanzadas por un viento frescachón inesperado que rompió en grandes olas espumosas sobre mis costas acostumbradas a la bonanza del mar de mi bahía. Gracias a eso acordamos vernos muy pronto y créeme que lo esperé con ansias. Ese día de diciembre llegué temprano a nuestra cita y dentro de mí se formaban ciclones, trombas y galernas de solo pensar en que estarías cerca como nunca antes lo había vivido. Te vi llegar a lo lejos, y, aunque dentro de mí las olas rompían con violencia en mis costas mientras llovía a cántaros, mi boca solo podía decir secas palabras muy bien cuidadas para intentar no estropear nada: “Hola ¿cómo estás? No te apures, no llevaba mucho esperándote, sí, vamos a comprar chocolate”. Durante esa cita los vientos aumentaban más y más su velocidad, conforme pasábamos el tiempo las nubes de mi cielo se organizaban en espiral por encima de mi ombligo, por fuera sentía mariposas, por dentro sentía que el viento casi me arrancaba del piso: la tormenta tropical ya se había instaurado y tenía tu nombre. Al terminar la cita nos despedimos, pero tus aires de temporal duro se quedaron conmigo dándome vueltas.

Durante los próximos encuentros, esa tormenta seguía aumentando su velocidad conforme vivíamos y nos acercábamos más, cuando bailamos danzón o cuando estuvimos fuera de tu casa en nuestro primer beso, ese viento formó un tornado que revolvió todo lo que tenía dentro y empezó a llover con fuerza, con la violenta belleza que la naturaleza otorga a sus fenómenos más interesantes e intensos. Esto duró hasta finales de diciembre. Recuerdo que nos vimos, yo tenía una tormenta bañándome por dentro, tú estabas tan poderosa y desinteresadamente bella como siempre. Durante el día tenerte tan cerca hizo soplar tan fuerte al aire que sentía que no había olas más fuertes que pudieran romper sobre mí, pero una vez más estabas ahí para otra de tus inesperadas borrascas. Por la noche terminamos solos en mi casa y yo no sé qué ráfaga se movió entre tú y yo, que terminamos dándonos besos de tifón sobre mi sillón. Ese viento iba en aumento, tanto que nos voló rápidamente la ropa que llevábamos puesta y no pudimos recuperarla, y en mi tripa ya se había posado el ojo del huracán, era inmenso, poderoso y llovía como nunca en mis senderos secos acostumbrados al frío que quema las rosas. Ahí no lo pensé mucho y me dejé llevar por ese temporal huracanado, conforme nos fundíamos en un abrazo placentero que duró buena parte de la noche, las olas eran enormes y rompían sobre mi mar blanca de espuma donde no se veía nada, salvo el gigantesco ojo que ahora se extendía hasta el sur de mi ombligo y llovía tan fuerte que no supe si iba a sobrevivir al meteoro.
Al despedirme de ti al día siguiente hice el recuento de los daños. Vi mi pueblo revuelto, con miles de hojas de palma sobre las calles, algunos árboles tirados y mi sistema de cableado eléctrico con algunos estragos, pero las casas de sus habitantes estaban intactas, supe entonces que ese huracán fue categoría 2, algo que nunca había pasado por estos lares. Desde entonces he aprendido a convivir con el vértigo y la ascendente potencia del aire que me estremece cada vez que estamos cerca, bailamos, nos besamos o hacemos el amor con la suerte de una catástrofe natural que termina por dejar saldo blanco en el pueblo en el que habito, que se ha estado preparando para recibir tus vientos en cualquiera de sus presentaciones.

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