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Fecha de vencimiento

La primera noche usamos el frío como excusa para acurrucarnos en un restaurante en la montaña. Teníamos tantos besos aplazados y tan poco tiempo, que le dimos rienda suelta a nuestros labios mientras nos sumimos en la comodidad de aquel sillón.

Con el pasar de las horas, la niebla que nos acompañó colina arriba se fue disipando hasta desaparecer casi por completo, dejando frente a nosotros las luces parpadeantes de una ciudad que nos llama de vuelta. Pero aún no es hora, los meseros todavía no levantan las sillas y si por nosotros fuera, nos quedaríamos allí contemplando su inmensidad desde aquella vía que conduce al mar, enredados entre caricias y abrazos largos, sin intención alguna de escapar. Al menos no esa noche.

Pero lamentablemente los momentos así tienden a desvanecerse como la niebla misma, y se nos escurren entre los dedos antes de quedar hechos recuerdo. El mozo trae la cuenta sin haberla pedido, es casi medianoche y parece que ya están por cerrar. Salimos del restaurante y tomamos carretera de regreso a esa ciudad acalorada de la que nadie sabe despedirse, pero a la que todos quieren volver.

Siempre tuvimos claro que lo que fuera que estuviéramos haciendo tenía fecha de vencimiento. Pero de haber sabido que treinta días se convertirían en tres, habríamos aprovechado aquel viento helado para sumarle horas al jueves, alargar la noche y sin intención alguna de abandonar la montaña, adentrarnos más en ella, en nosotros. Tratando de engañar al tiempo para no soltar esos labios que el fin del mundo le arrebata al cañaveral, los mismos que pretenden marcharse sin decir adiós.

El reloj no da tregua, la cuenta regresiva acelera en contra nuestra y antes de que la luna se esconda, usaremos el calor que nos hemos inventado, para declararle la guerra a ese frío que se apodera de todo a su paso. Y así, mientras el valle se llena de invierno, nos vamos haciendo esquimales, pues no haremos un incendio, el invierno nos hará.

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