Horacio C.

La Calle de las Golondrinas

El sol tiñe de naranja,
las pálidas casas y sus tejados,
mientras las nubes abren sus brazos,
al rocío de la madrugada.
 
Nada parece haber cambiado,
en la Calle de las Golondrinas,
el aroma a pan recién hecho llena sus días,
y las visitantes de la primavera,
cantan a los claveles sus alegres melodías.
 
Al caminar, me doy cuenta,
de que todo ha cambiado.
 
Una inquilina de potente voz,
y elegante levita,
me acompaña en su vuelo,
susurrándome recuerdos,
de un triste septiembre.
 
Al final de la calle,
en una casa sin número,
se encuentra un niño asomado a la ventana,
quieto y sin decir nada,
contemplando a mi negra dama,
antes de que estalle el rojo de su garganta,
mi corazón se acelera y pierdo el aliento
¡No puedo creerlo!
 
El niño la mira cantar,
a su alrededor todo le es ajeno,
la golondrina canta y canta,
mientras un océano de tiempo,
cruza ambas miradas.
 
Ese niño no puedo ser yo,
aunque tenga mi rostro,
aunque viva en mi casa,
aunque tenga mis ojos,
y mis lágrimas,
ya no puedo ser ese niño,
y sin embargo, lo soy.

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