Semillas del abrazo común
La felicidad no es una isla solitaria
donde el egoísmo es bandera de vanidad,
es el río que nace en la lucha diaria,
tejiendo redes de amor y comunidad.
No es escalar montañas de oro y de espinas
mientras abajo se ahoga la esperanza,
es sembrar en la tierra manos campesinas
que alimenten el canto de la confianza.
No es acumular sueños tras un muro frío
ni medir la vida con billetes de horror,
es compartir el pan, el verso, el brío,
es abrir las ventanas al mismo calor.
La felicidad grita en las calles unidas,
en los pasos que marchan por un mundo igual,
en las risas que rompen las cadenas podridas,
en el fuego que nace de un solo cristal.
No hay alegría donde el odio divide,
donde el fuerte devora al que menos tiene;
solo florece en el pecho que cuida,
que lucha por el bien que a todos conviene.
Imagina un jardín sin dueños ni heridas,
donde cada flor crece sin temor a la espada,
donde el aire no lleva polvo de vidas robadas,
sino aromas de almuerzos en mesa compartida.
Felicidad es el puño que alza la verdad,
la canción que rescata memorias olvidadas,
el horizonte sin dueños, la humanidad
que siembra raíces, no fronteras armadas.
No es un lujo guardado para unos pocos,
es la aurora que nace cuando ayudamos,
cuando el “yo” se hace “nosotros”,
y juntos sanamos el mundo que amamos.
Hoy, mañana, siempre: la meta es clara,
no hay paz si hay hambre en la mesa del vecino.
La felicidad verdadera es sencilla y rara:
solo existe si es abrazo, si es camino.
—Luis Barreda/LAB