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María Antonia

Asunto de fe

—Tú tienes tus creencias, pero no puedes hacer proselitismo: no en este periódico.

Su cara debió lucir entre azorada y colérica. Por la rapidez de sus palabras debió ser más lo segundo que lo primero. Con agilidad gatuna ensayó una explicación casi doctoral. Evocó a historiadores y a la sabiduría de la gente común, pero de nada le valió. No en este periódico. La virgen mestiza, mambisa, un culto que ya no es el traído de España, una de las primeras evidencias de nuestra independencia en el plano de las ideas, la fe popular, la imagen doméstica, la virgen incluso doméstica... No en este periódico.

Salió de la oficina tan rápido como su pensamiento. Una vuelta a la manzana y un café, necesitaba aire, pues sentía que se ahogaba. Recordó todas las malas palabras posibles y las dijo para sí. Cuando niña, con cualquier berrinche a cuestas, iba justo al lado de un escaparate y bajito, bien bajito, decía las palabras prohibidas: concho, coño y carajo, las únicas que sabía. Pero crecer tiene sus ventajas: son más las malas palabras aprendidas. Y aunque ha crecido con el vicio, o la virtud, según se mire, de su infancia—decirlas bajito, pero decirlas—, ensayó una letanía mientras recorría por segunda vez la manzana. Todo con tal de escapar del llanto y de la rabia antes de volver a la Redacción y terminar el texto de la próxima semana: que en el periodismo se ha de ser infiel en la alegría por el éxito y se han de enterrar pronto las frustraciones.

—Solo a ti se te ocurre algo así.
—Pero, ¿qué tiene de malo?

El gesto, agresivo, casi como si reaccionara a una ofensa personal, la aturdió más que la reprimenda en la Dirección.

—¿Qué tiene de malo?, insistió.
—Tú sabes. Te encanta señalarte.
—No es eso. Es que la obra va a ser estrenada el 8 de septiembre. Yo solo dije que ese es un día importante para la cultura cubana. Es la verdad, es el día...
—Y creíste que nadie se iba a dar cuenta.
—No, chico—lo dijo con ímpetu, le molestaba tener que justificarse—. Lo dije con plena conciencia, sin creer que fuera a levantar tanta hojarasca. Fíjate que lo publicaron así, sin cambiarle ni una coma.
—Peor.
—No, mejor. Al menos el regaño fue al revés. Si me van a bajar el bloomercito y darme unas nalgaditas, pues que sea con el trabajo ya publicado. De todas formas, me anotó en una libreta. Creo que una especie de constancia de que tal día a tal hora, bla, bla, bla.
—Y todavía tienes ánimo para chistes.
Suspiró. Pasada la ira, se sintió cansada, tan cansada que apenas imaginaba cómo sentarse de nuevo a escribir. Miraría el techo, esperando que una voz le dictara... Se sonrió: en este periódico no hay voces del más allá, o la idea del más allá no es la usual, es un más allá más acá, que sí dicta cosas.
—¿De qué te ríes?
—De algo que se me ocurrió, bueno para una crónica.
—Te mandas y te zumbas.
—No en este periódico, corazón. No en este periódico.
—Al menos habrás aclarado lo de las creencias religiosas.
—No me dio tiempo. Es cómico, pues yo siempre voy con disimulo a ponerle mis flores a la Virgen. Ya ves, de nada me ha servido: ahora estoy en problemas con la Virgen y con la jefa, que no es virgen.
—¿Tú no tienes que terminar el comentario para la página dos?
—Sí, pero antes voy a tomar café.
—¿No regresaste ahora mismo? Vas a terminar con gastritis, o peor, con una úlcera
—No me importa. Alguna que otra vez hay que complacer al cuerpo.

Pero no fue a comprar café. Antes se topó con unas rosas multicolores. Aunque las buscó bien amarillas, el ramo delataba otros matices. Entró por la puerta principal de la Iglesia, solitaria y casi en penumbras a esa hora. Al depositar sus flores, miró con aplomo a la Virgen. Solo entonces lloró.

Tomado de "El escritor y la bibliotecaria". Ed. Ácana, Camagüey, 2015.

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