Apenas tuvo tiempo para mirarse las uñas y poner en su lugar el bolígrafo. Él estaba allí, frente a ella, sonriente. Era el cliente 252 del día, el vigesimoprimero de ella. Al menos podía sentirse recompensada. Un hombre joven, elegante, al que había atendido otras veces; sí, lo recordaba bien. El nombre es raro. Trataba de hacer memoria mientras él buscaba el cheque y el carné. Había puesto, igual que las veces anteriores, la carpeta al lado izquierdo y el sombrero en el derecho. Sí, el nombre es raro: Jesús Elizario Delmonte Consuegra. Lo de Jesús pasa, pero Elizario... No tiene cara de llamarse Elizario. ¿Quién le pondría ese nombre? Y es joven, un nombre así en esta época... Treinta y cinco años que apenas aparenta, géminis —vacila un instante: ¿géminis o cáncer?—, sí, está segura de que es géminis, los últimos días de mayo es géminis, y es, además, imperioso y altivo, con los pies bien plantados en la tierra. Siente su mirada y se turba, aunque sabe que no hay nada especial en eso: todos la siguen con los ojos mientras revisa el cheque, lo da a firmar y completa los datos en la máquina. La miran como mismo se contempla a un pez en una pecera. Así se siente ella frente al mundo. ¿Y si este hombre del que solo ve el torso tocara el cristal, como si con eso pudiera tocarla a ella, así, con esos golpecitos con que intentamos jugar con los peces? Pero no, tararea algo mientras da palmadas en el mostrador. Él tampoco puede ver el resto del cuerpo de ella. Menos mal, pues vería los dedos encogidos, los zapatos en el suelo, el cansancio... El rostro calmado, bueno, eso cree ella. Él no podría imaginar la pesadez en el bajo vientre, el calambre en las piernas, la cervical siempre endemoniada. Tampoco la insinuación de los pechos, pues ella se cuida, se cuida mucho de no dejar ver el ajustador ni el nacimiento de los senos, le repugnan sus compañeras que al inclinarse dejan ver todo. No, ella no. Pero hoy hubiera querido tener desabrochado el botón, aunque fue imposible hacerlo en las fracciones de segundo que transcurrieron mientras él se le acercaba. Hubiera sido muy obvio. Y, para remate, no se le acercaba a ella. Iba a la ventanilla 12. ¿Quién era ella para él? La muchacha de la ventanilla 12. La mano que extendería unos billetes. ¿Cómo los quiere? Grandes, dijo él. ¿Los senos?, se sonrió al pensar la pregunta que ni muerta haría. Bueno, sonrió por eso y porque a fin de cuentas sus tetas no eran tan grandes como ella hubiera querido, pero tampoco lo eran los billetes. Solo podría darle uno de a doscientos. Él cree que eso es un billete grande...
Pero hay otro cheque... Se lo alargó con la pregunta que casi todos hacen. Y este, ¿también lo puedo cobrar aquí? Claro, dice ella. Comienza todo de nuevo. Él ha hecho más lento el trámite, como si quisiera demorarse. Pero no, a lo mejor había olvidado este otro, que ha sacado justo al guardar el billete de doscientos, el de cien y los dos de cuarenta. El monto de las conferencias, esas llamadas “oralidades”. Son varios los que vienen a cobrarlas, algunos con las actitudes de quienes cobran miles, otros indefensos y asustados. Este luce normal, salvo en el detalle de creer que un billete de doscientos es “grande”. Elizario... Escribe despacio el nombre raro, para no equivocarse. ¿Y si le preguntara? Sería un atrevimiento, piensa mientras él firma. Una firma cuidada, idéntica a la anterior. Cosa extraña, aunque a decir verdad no tanto en los hombres: son las mujeres quienes pasan más trabajo para lograr firmas iguales. Éste debe ser muy meticuloso. Ya es tarde y está como acabado de bañar, no anda en carro, pues de lo contrario no tendría sombrero, con camisa de mangas largas que, aunque dobladas por debajo del codo, lo hace lucir con personalidad. Y éste, ¿cómo lo vas a llevar? Igual, dice él. Otro billete de doscientos, otro de cien, dos de cuarenta, cuenta en voz alta mientras hace las palomitas en la tirilla de papel que él firma. Si quieres te los cambio, le dice. Por uno de quinientos... No, gracias, así está bien. Coge la carpeta y el sombrero, da una palmada en el mostrador y con apenas un chao, gracias, le da la espalda. Sí, es alto, la espalda ancha, cuerpo de quien hace ejercicios...
El cliente 262, el vigesimosegundo para ella, espera en el ventanillo. Esta vez ni siquiera ha podido contemplar sus uñas ni acomodar el bolígrafo.
(2018)