Ángel García

La lluvia

Era casi medianoche.
Ella estaba en la azotea de su edificio, vestida de la manera que le gustaba a él: cómo, dónde y cuándo le había dicho de estar cuando ocurriese.
A lo lejos tañeron las campanas: 12 golpes exactos.
Justo cuando el eco del último tañido se desvaneció en la inmensidad de aquel pequeño barrio, la primera gota de una cálida lluvia fue visible desde el suelo.
La primera gota le cayó en la nariz, haciéndole cosquillas, como le había prometido.
—Es una lluvia rara –pensó ella–.
Al tocar el suelo, cada gota desprendía un mili-segundo de luz (color verde, su favorito) y contribuía al ritmo global de la precipitación. No paraba de decirse a sí misma que era un ritmo raro, aunque le recordaba de una manera un poco lejana su canción.
Un segundo después, llegó el gran concierto: una infinidad de gotas iguales a la primera aunque distintas entre ellas empezaron a caer desde el cielo.
Por increíble que pareciese en aquel momento (más ahora que lo oís de mi pluma), cada “gota” de agua estaba recubierta de un fuego bastante llamativo que ella sentía cálido –no le quemaba– cuando tocaba su piel.
Con una sonrisa, ella recordó el momento tonto de una semana antes, cuando él le había dicho que...
Por ella, él le prendería fuego a la lluvia sin quemar su piel.
—¿Qué te parece? El ritmo fue lo que más me costó...

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