Un caballero de triste figura camina por la calle con el triste pasar de las estaciones y su inherente y vano final en la mirada, oculta por un sombrero calado tejido con los lamentos y alegrías de una vida larga y rápida
Medio iluminado por los intervalos de luz y oscuridad (parecía ser que más de esto último) que se sucedían por la calle debido a la estratégica colocación de las farolas y le recordaban (de extrañamente nada) su corazón.
Esta triste figura se detiene repentinamente, se lleva una mano a un bolsillo en busca de una cajetilla de muerte en tubitos mientras con la otra saca un mechero de un lugar que no llegué a distinguir, creo que de la manga.
Acto seguido, realiza el ritual de encenderse un pitillo y llevárselo a la boca. Sigue caminando.
Sorprendentemente, llega un momento en el que me da la impresión de que su sombra se separa de su cuerpo (de manera similar a como se rasga una tela) y camina en su misma dirección a una distancia prudente como si fuese un extraño siguiendo a otro más extraño aún, que quiere que el primero no se dé cuenta (aunque no hay nadie más en la calle a esas horas), o al menos eso parece desde esta ventana.
Se oye una voz, una carcajada. El caballero no ha abierto la boca.
El susodicho se da la vuelta alarmado y observa su sombra, juguetona y con ganas de provocar, que toma el primer turno de palabra.
—¿Qué tal todo, pirata? Tanto tiempo.
+ Muy bien, la verdad. Creía habértelo dicho ya.
—Sí, no te preocupes por eso. Sólo quería saber por qué me has mentido y sigues manteniendo la misma trola de siempre.
+No es ninguna m...
—Te engañas a ti mismo.
+ (Se da media vuelta con una sonrisa amarga en los labios.) Ya te lo he dicho, Campanilla.
He madurado.
Dura escena, ¿verdad?
Pues tener que protagonizarla ya ni os cuento.